El integrismo
religioso.
Al
menos desde aquella época maravillosa que fue la de la Ilustración, uno de los
principales ideales de la cultura europea, si no el principal, fue el de la
liberación del hombre. Liberación que habría que entender en su más amplio
sentido, no sólo de la sujeción al despotismo de las jurisdicciones feudales,
sino también de las limitaciones materiales que impone la economía y, quizá
sobre todo, del fanatismo religioso que durante siglos fue impuesto por la
alianza entre el trono y el altar. Si hacemos un
somero repaso histórico, vemos que durante la Edad Media europea
el enfrentamiento entre la Iglesia y el Estado (el Estado como proyecto, aunque
el enfrentamiento principal tuvo lugar con aquella extraña entidad que fue el
Imperio Romano Germánico, que tenía pretensiones de universalidad, lo mismo que
la Iglesia) fue uno de los hechos más significativos de la época. Por parte del
Estado feudal, la actuación fue la que cabía esperar: se trataba de una
estructura de acumulación de poder, poder que en la época consistía en la pura
fuerza bruta, expresada en el ideal social de la época: el caballero
invencible, experto en las artes marciales del momento y dotado de un arrojo sin
límites. Para los caballeros y los grandes señores medievales la vida consistía
en defender las posesiones heredadas y en tratar de apoderarse de las ajenas.
Las gentes del común quedaban un tanto olvidadas, entregadas a lo que según los
discutibles criterios de la época (discutibles ya entonces) eran sus naturales
menesteres: trabajar para producir los bienes necesarios para toda la
comunidad. El modo en que se hacía el reparto de esos bienes parece estar fuera
del campo de atención de los teóricos de la Historia. De hecho, las clases
aristocráticas medievales ejercían tal presión sobre el colectivo social que la
gran empresa del fanatismo cristiano medieval que fueron las cruzadas, al
enviar a Oriente grandes cantidades de maleantes caballerescos, permitió toda
una expansión de las fuerzas productivas, de modo que el siglo XII está
considerado como un primer Renacimiento, con grandes extensiones de tierras
roturadas, elevación de la riqueza y el bienestar general y nacimiento del
primer gran estilo artístico europeo: el románico.
En
cuanto a la Iglesia, la actuación fue más criticable, sobre todo porque para
ella usamos como criterio los principios que ella misma afirma que se deben
aplicar. Ya he indicado que el cristianismo fue inicialmente un movimiento de
carácter comunista, basado idealmente en la caridad, que degeneró bajo esa
especie de fatal tendencia humana a la privatización. De hecho, papas, obispos,
abades, etc. se dedicaron a acumular tierras, riquezas y privilegios,
enfrentándose con frecuencia a reyes y emperadores. En esta lucha tuvieron
ciertas ventajas: mientras que reyes y grandes señores ejercían influencia
sobre territorios limitados, la iglesia era una organización de ámbito
paneuropeo, además de que, al atribuirse la cualidad de ser el vehículo por
donde se manifiesta la voluntad divina, era la fuente de legitimidad del poder.
Afortunadamente, la separación que el mismo Cristo hizo entre lo temporal y lo
espiritual (dad a Dios lo que es de Dios
y al César lo que es del César) libró a Europa del totalitarismo teórico en
que sí cayeron los países musulmanes.
Después
del bache siniestro que fue el siglo XIV y de la radicalización del feudalismo
que fue el XV, poco a poco, el crecimiento económico permitió una nueva época
de libertad; de hecho aunque quizá no de derecho. Recordemos la otra época de
libertad se dio en el mundo antiguo, hasta que la concentración del poder en el
entorno imperial redujo las conciencias a la obediencia total. El entusiasmo por
el mundo antiguo, las nuevas apetencias de lujo de los poderosos, pero también
de belleza y de saber, la afortunada división de poderes, la existencia de
algún país en que la libertad era un principio (Holanda), la exigencia de
libertad de conciencia por parte del protestantismo, y también la afluencia de
las riquezas americanas, permitieron un desarrollo intelectual extraordinario
en el que el ser humano era el centro de la vida. Mientras tanto, reyes y
príncipes se enfrentaban en los campos de batalla, quemando en pólvora buena
parte de lo que sus súbditos producían; pero mientras tanto la libertad
intelectual fue un hecho aunque,
por supuesto, no al alcance de todos. Ese fue el camino del pensamiento europeo
hasta esa época que he llamado maravillosa de la ilustración y el
enciclopedismo. A partir de ese momento, Europa evolucionó, aunque fuera con
obstáculos, hacia el mundo moderno. La situación pudo ser parecida a la que
había en los principios del Imperio Romano, cuando quizá los intelectuales de
la época pudieron pensar que sólo sería necesario remover algunos obstáculos de
tipo meramente material para llegar a una amplia autonomía para el espíritu
humano. Desgraciadamente, esa suposición, de haberse realmente producido,
hubiera sido ilusoria. La consolidación del estado romano como estructura
dictatorial y totalitaria, con la adopción del cristianismo como ideología
oficial, y la inexistencia de ciertas condiciones de carácter material,
frustraron esas posibilidades. Me parece posible establecer un paralelo entre
esas dos épocas: una, la del helenismo, a partir del reinado de Alejandro Magno
hasta el siglo III o IV. La otra, los siglos XVIII y XIX. En ambas, la gente
culta pudo esperar esa total autonomía humana con respecto a la religión y a la
superstición. En el momento presente, para sorpresa de mentes demasiado
lineales, el integrismo religioso está en auge. Y no sólo en el mundo islámico,
sino también en el cristiano.
Ya
me he referido al mundo islámico. La ideología musulmana es aún más peligrosa
que la cristiana, dado que no permite esa resquicio para la libertad que
representa la separación entre el poder temporal y el espiritual. En el Islam,
la religión es la única fuente posible de legalidad. El poder está
necesariamente ligado a la religión y justificado por ella.
Por
supuesto y como era de esperar, la teoría y la práctica no caminan de la mano.
En tiempos del mismo profeta y bajo el gobierno de los llamados califas ortodoxos, los infieles no eran
molestados. Simplemente, se les gravaba con un impuesto suplementario. Y cuando
se produjeron conversiones masivas (obviamente, con la intención de evitar el
pago de ese impuesto), el Estado, deseoso de mantener el volumen de sus
ingresos, se vio obligado a buscar una alambicada explicación. Se dijo que los
impuestos que pagaban los dimmíes
(infieles) gravaban, en realidad, a los bienes que explotaban, generalmente
tierras en los países conquistados. El descontento popular permitió a Abul
Abbas derrocar a los Omeyas y alzarse con el califato, tras una matanza que fue
todo un hito histórico. Sin embargo, no suprimieron aquellos impuestos,
realizando una de las más conocidas traiciones que los gobernantes han
realizado contra los gobernados.
La
trayectoria del islamismo es curiosamente distinta a la del cristianismo.
Mientras que éste tardó largos siglos en alcanzar el poder, aquél nació
prácticamente con el poder, una vez Mahoma consiguió derrotar a sus enemigos.
Prácticamente desde el principio hubo conflictos y enfrentamientos por
cuestiones puramente económicas, y quizá también problemas derivados de la
inflación consecuente con el reparto de los metales preciosos que las clases
dirigentes persa y bizantina habían acumulado. Sin embargo, esas riquezas,
repartidas entre los feroces guerreros beduinos, debieron actuar eficazmente
como instrumento de cambio, produciendo un crecimiento económico que retrasó la
aparición nuevos problemas. Consecuentemente con ello, se tardaron varios
siglos en llegar al rigorismo que hoy caracteriza a esa religión. Durante
siglos, fue posible el libre desarrollo del pensamiento. De modo significativo,
puede observarse en la historia que el totalitarismo, las doctrinas que
intentan controlar la conciencia del individuo, que previamente deben haber
sido creadas y además adoptadas por el poder, cobran fuerza cuando se dan
conflictos económicos. La escasez, o las limitaciones en el crecimiento,
impulsan al grupo pretendidamente dominante a despojar al dominado,
justificándose en la mayoría de los casos en el mantenimiento de la ortodoxia
ideológica. Así, las primeras señales importantes de integrismo religioso,
después de la caída del Imperio Romano, se empiezan a observar en el siglo XI,
tanto en el campo cristiano como en el islámico. No es que antes no hubiese
habido algún movimiento fundamentalista, como los jarichíes, que se separaron del resto de la corriente islámica a
raíz del enfrentamiento entre Alí y Muawiya. Pero la gran masa musulmana no
resultó influida por ellos. En cuanto al indicado siglo XI, ya hubo una especie
de antecedente de las cruzadas en el mundo musulmán, con pocos años de adelanto
a esa iniciativa cristiana: el movimiento de los almorávides, que se encargó de
liquidar los corruptos y ostentosos reinos de taifas en España. Sería
interesante estudiar con detalle la formación y consolidación de la mentalidad
integrista o totalitaria, de la cual la religiosa es sólo la más conspicua de
las modalidades. Seguramente, se deben dar algunas condiciones más de las
indicadas. Concretamente, parece necesario también el crecimiento del estado.
De hecho, las expresiones más radicales del totalitarismo en Europa se dieron
en el siglo XX. En cuanto al mundo musulmán, los individuos cultos,
pertenecientes a las clases más altas, debieron verse obligados a renunciar
bastante pronto a su libertad creativa. A personajes como al-Kindí o al-Maarrí,
que no tuvieron ningún reparo en descalificar a las religiones, sucedieron
extraños místicos, sorprendentemente muy alabados por eruditos occidentales,
como Avicena o al-Farabí.
Así
pues, a partir de los siglos XI o XII, tanto en el ámbito musulmán como en el
cristiano la ideología se fue tomando progresivamente más en serio por parte
del poder. Esto es otra especie de constante histórica: el hombre normal tiende
al disfrute, y ello se traduce en apetencias de lujo y placer, no sólo en el
sentido meramente físico de estas palabras, sino también en un sentido más
intelectual. La curiosidad, el deseo de saber, es natural en la especie humana,
y esta es quizá la mejor explicación disponible para el hecho del mantenimiento
a través de los siglos de una actividad intelectual aparentemente no
fructífera, al menos en el sentido material de la palabra. En el mundo
cristiano, papas, reyes, emperadores, protegieron no sólo a los artistas, que
les producían directamente objetos de prestigio y lucimiento, sino también a
humanistas e intelectuales, sin perjuicio de que se produjeran persecuciones
puntuales contra algunos de ellos. Sería interesante un estudio para determinar
el alcance y el efecto reales de las distintas inquisiciones que se dieron en
Europa.
En
cualquier caso, las masas populares quedaban al margen de este proceso
intelectual. En las mismas, como cualquier antropólogo nos puede confirmar,
continuaron teniendo gran extensión durante mucho tiempo las prácticas de tipo
mágico y animista, variadas supersticiones e incluso ritos orgiásticos
primitivos. De hecho, el rigorismo moral no alcanzó a las clases populares
hasta que la extensión de la enseñanza pública llevó a grandes masas humanas
las consideraciones y las teorías que antes habían sido cosa sólo de minorías
cultas. Mientras tanto, en grandes zonas europeas las gentes vivían la
naturalidad instintiva de los tiempos primitivos, ajenos a la presión que la
normalización educativa acabaría produciendo. Mencionemos, a guisa de breves
pinceladas informativas, el descontento que la llamada moral victoriana produjo
en tantos intelectuales, o la fascinación que la psicología popular española
causó a un Próspero Merimée. Lo primero puede ser considerado como la expresión
del malestar producido por la presión institucional sobre unas personalidades
criadas todavía en un ambiente natural, y que no se sentían interesadas en unas
restricciones morales que se les antojaban demasiado arbitrarias. En cuanto a
lo segundo, fue producto del impacto que un mundo semibárbaro produjo en una
mente culta de mediados del siglo XIX, descontenta quizá de las insípidas
personalidades que estaban apareciendo en el nuevo mundo de la burguesía.
Y,
por último, ahora nos encontramos en un momento en que podemos hablar de una
especie de esquizofrenia social. Las masas humanas parecen impermeables a las
creaciones de los intelectuales. Estos últimos parecen vivir al margen,
mientras que la verdadera filosofía social está formada por los mensajes de la
publicidad, las canciones de moda, los seriales televisivos, las películas de
acción, los deportes, las revistas de cotilleo y tantos etcéteras que podríamos
añadir. En el mundo intelectual existe ciertamente una enorme libertad, pero
ésta no parece estar disponible para las masas populares, que tanto cuando
creen como cuando no creen (en Dios o en cualquier otra cosa), hacen gala de
frivolidad y falta de fundamentación.
Y
retorno por un momento al mundo musulmán. De todos es conocido el ascenso del
integrismo religioso, ascenso que en los últimos años se ha revelado menos
virulento de lo que en un principio parecía. Si pudiéramos eliminar algunos
problemas puntuales, como la criminal actuación del estado judío contra los
palestinos o la generosa subvención de los jeques árabes para la propagación de
su discutible fe, ese integrismo se suavizaría bastante. Sin duda, la principal
fuente de energía del Islam está constituida por la despiadada explotación que
el mundo occidental realiza, a través de sus poderosísimas empresas privadas,
del tercer mundo. El integrismo siempre será un peligro, debido, entre otras
cosas, a importantes mecanismos psicológicos humanos. Pero creo que debemos
tener muy claro en qué consiste su fuerza, que se manifiesta sobre todo en su
progresiva extensión en zonas no islamizadas o que lo están en escasa medida.
Desde luego, está el grave problema del terrorismo islámico. Pero debería estar
muy claro, una vez tenidos en cuenta los otros terribles problemas que sufre el
mundo y a los que me he referido en este ensayo, que se trata de un problema
menor, y que debe su efectividad, sobre todo, a la enorme resonancia que tiene
en los medios de comunicación. El suceso más espectacular (la destrucción de
las Torres Gemelas de Nueva York), más que producto de la humillación y la
pobreza que sufren las masas musulmanas, ha sido la obra de un hombre
extraordinariamente poderoso, que forma parte precisamente de esa oligarquía
árabe que tan enormes negocios tiene en el mundo occidental y de cuyas
verdaderas motivaciones nada sabemos. Nada nuevo: poder contra poder, sin
necesidad de entrar en los procesos internos de una mente más o menos delirante
o retorcida.
En
cuanto al mundo occidental, se producen de vez en cuando desagradables signos
de integrismo, sobre todo en los Estados Unidos. Una de ellas ha consistido en
que la presión de la opinión pública ha obligado a un juez (y como consecuencia
a todo un tribunal) a modificar una sentencia que afirmaba el derecho de una
colegiala a no entonar una canción patriótica en la que, en un momento de
fanatismo, se incluyó una innecesaria referencia divina .
Creo
interesante referir este caso, ya que es una buena muestra de cómo la
intolerancia religiosa sigue peligrosamente viva en nuestro riquísimo y
aparentemente liberal mundo capitalista. En efecto, con fecha 28 de junio de
2002, el diario “El País” nos daba la noticia de que un ateo había conseguido
una sentencia para que su hija no fuera obligada a cantar un himno (el nacional
de USA) en el que se mencionaba a Dios, dado que esa mención “entraba en
conflicto con la separación entre Iglesia y Estado y con su derecho a no creer
en Dios. Llevó el caso a los tribunales y perdió. Pero recurrió y ganó”.
Pero el revuelo consiguiente fue indescriptible. Tanto que uno de los dos
jueces que habían votado en el sentido de la sentencia cambió su voto, dejando
al otro en minoría. “Bush se mostró tan indignado por la sentencia como para
calificarla de ‘ridícula’, un término que raramente emplea un político para
definir una decisión judicial. Toda la clase política del país está con él,
desde los republicanos, como el senador Charles Grassley, que definió la
sentencia como ‘una tontería abrumadora’, hasta los demócratas, como Richard
Gephardt, para quien los jueces tomaron una decisión ‘sin ningún sentido’.
Todos han evitado el debate de fondo y aparecen heridos en su americanismo.
Tanto es así, que ayer comenzaron las sesiones en el Capitolio con un recital
al unísono del juramento a la bandera. Senadores y congresistas gritaron cuando
llegaron a las palabras ‘ante Dios’” sin que al parecer les importara la
presión que en este caso realiza el poder legislativo sobre el judicial. Con las
dudas sobrevenidas a uno de los jueces, y quién puede dudar de que como
consecuencia del revuelo, “comienza un laberinto legal que acabará ante el
Tribunal Supremo”. El cual se comportó con una astucia admirable.
Efectivamente, al cabo de un año, el 15 de junio de 2003, supimos que “Los
niños seguirán jurando ‘bajo Dios’ en EE UU”.
Según el mismo periódico, el Supremo norteamericano confirma la
constitucionalidad del juramento a la bandera que implica a Dios, aunque en
realidad, “no entró en el fondo de la cuestión –separación entre Iglesia y
Estado- y consideró sin embargo, que el padre Michael Newdow, separado y que en
el momento de la demanda no tenía la custodia de su hija, no tiene potestad
para incoar procesos judiciales relativos a los principios religiosos y
educativos de su hija”. Es decir, el asunto sigue pendiente. Y lo mejor es
que no se someta a votación popular, ya que el resultado podría ser un
disparate.
Conocimos
otra interesante anécdota el 23 de agosto de 2003, en que el mismo periódico
publicaba un artículo bajo el título “El juez de las tablas de la ley”.
En el mismo se nos relataba que “Roy Moore, presidente del Tribunal Supremo
de Alabama, se ha convertido en un ídolo para los fundamentalistas cristianos
estadounidenses. Moore se opone a retirar un monumento a los Diez Mandamientos
de Moisés que él mismo hizo instalar en agosto de 2001 frente a la sede del
poder judicial en Montgomery, la capital del Estado”. Un juez federal, en
una humillante transacción, ordenó que el monumento fuera colocado en un lugar
menos público, y los otros ocho jueces del Supremo de Alabama estaban de
acuerdo con ello. Pero Ray Moore, que en la campaña electoral en que fue
elegido se definió a sí mismo como “el juez de los Diez Mandamientos”,
no cedió, aunque fue condenado a una multa de 5.000 dólares diarios por
desacato. “Moore, rodeado por cientos de fundamentalistas cristianos que le
vitoreaban y que organizaban vigilias junto a las tablas de la ley, prometió
mantener en su lugar el bloque de granito. ‘Nunca negaré el Dios de quien
dependen nuestras leyes... No puedo pasar por encima de mi conciencia’”.
Según él, “la orden del juez Thompson (el juez federal que ordenó
trasladar el monumento) no era legítima: ‘El juez Thompson se ha situado por
encima de la ley y por encima del propio Dios’”. Innecesario mencionar las
protestas de numerosas asociaciones religiosas y de derechos civiles, dado que
el monumento “vinculaba la Administración de Justicia a un Dios concreto, el
judeocristiano”. En este caso, no sé como terminó el asunto.
Pero
quizá la mas grave manifestación del fanatismo religioso se ha dado con la
reelección de George Bush para la presidencia del país en noviembre de 2004. Al
parecer, han sido las confesiones religiosas, en especial los llamados
“evangélicos”, los que le han dado los millones de votos que le convierten en
el presidente más votado de la historia de los Estados Unidos. No parece
importar a estas gentes la calaña moral de semejante individuo, responsable
formalmente (ya sabemos que hay fuertes intereses detrás de él) de hazañas como
la anulación del tratado de no proliferación nuclear, de la de los protocolos
de Kioto, de dejar sin protección los bosques del país, de reducir al mínimo
las ayudas al tercer mundo etcétera, aparte de que su verdadera misión parece
ser la de embarcar al estado norteamericano en inmensos gastos, para defenderse
contra nadie, que dejarán probablemente como herencia al siguiente presidente.
Pero el objetivo habrá sido logrado, y lo que venga después no importa.
En
la actualidad, Estados Unidos es el país emblemático de lo que yo llamo
“progresos hacia atrás”. De ellos, seguramente el peor consiste en el avance
del fanatismo religioso, que confiere al individuo una ilusoria seguridad afectiva,
pero que cierra a la conciencia humana el camino hacia una visión equilibrada y
realista de las cosas (casi podríamos decir “científica”), condición necesaria
para, al menos, evitar el empeoramiento de las condiciones de la vida humana.
Como ya he mostrado en este ensayo, el poder recurre al fanatismo para
imponerse, y se refuerza con más dosis de fanatismo, como un monstruo que se
alimentara del horror que él mismo produce. Ya he indicado como, al menos una
vez, en los tiempos finales del Imperio Romano, la Historia pareció haber
llegado a su final, con la construcción de un estado feudal y absoluto que, en
realidad, era un infierno para casi todos sus habitantes. Si esa situación se
reprodujera, no quedan ya unos bárbaros que pudieran provocar un reinicio en la
vida de la humanidad.