domingo, 23 de abril de 2017



El integrismo religioso.


            Al menos desde aquella época maravillosa que fue la de la Ilustración, uno de los principales ideales de la cultura europea, si no el principal, fue el de la liberación del hombre. Liberación que habría que entender en su más amplio sentido, no sólo de la sujeción al despotismo de las jurisdicciones feudales, sino también de las limitaciones materiales que impone la economía y, quizá sobre todo, del fanatismo religioso que durante siglos fue impuesto por la alianza entre el trono y el altar. Si hacemos un



 somero repaso histórico, vemos que durante la Edad Media europea el enfrentamiento entre la Iglesia y el Estado (el Estado como proyecto, aunque el enfrentamiento principal tuvo lugar con aquella extraña entidad que fue el Imperio Romano Germánico, que tenía pretensiones de universalidad, lo mismo que la Iglesia) fue uno de los hechos más significativos de la época. Por parte del Estado feudal, la actuación fue la que cabía esperar: se trataba de una estructura de acumulación de poder, poder que en la época consistía en la pura fuerza bruta, expresada en el ideal social de la época: el caballero invencible, experto en las artes marciales del momento y dotado de un arrojo sin límites. Para los caballeros y los grandes señores medievales la vida consistía en defender las posesiones heredadas y en tratar de apoderarse de las ajenas. Las gentes del común quedaban un tanto olvidadas, entregadas a lo que según los discutibles criterios de la época (discutibles ya entonces) eran sus naturales menesteres: trabajar para producir los bienes necesarios para toda la comunidad. El modo en que se hacía el reparto de esos bienes parece estar fuera del campo de atención de los teóricos de la Historia. De hecho, las clases aristocráticas medievales ejercían tal presión sobre el colectivo social que la gran empresa del fanatismo cristiano medieval que fueron las cruzadas, al enviar a Oriente grandes cantidades de maleantes caballerescos, permitió toda una expansión de las fuerzas productivas, de modo que el siglo XII está considerado como un primer Renacimiento, con grandes extensiones de tierras roturadas, elevación de la riqueza y el bienestar general y nacimiento del primer gran estilo artístico europeo: el románico.



            En cuanto a la Iglesia, la actuación fue más criticable, sobre todo porque para ella usamos como criterio los principios que ella misma afirma que se deben aplicar. Ya he indicado que el cristianismo fue inicialmente un movimiento de carácter comunista, basado idealmente en la caridad, que degeneró bajo esa especie de fatal tendencia humana a la privatización. De hecho, papas, obispos, abades, etc. se dedicaron a acumular tierras, riquezas y privilegios, enfrentándose con frecuencia a reyes y emperadores. En esta lucha tuvieron ciertas ventajas: mientras que reyes y grandes señores ejercían influencia sobre territorios limitados, la iglesia era una organización de ámbito paneuropeo, además de que, al atribuirse la cualidad de ser el vehículo por donde se manifiesta la voluntad divina, era la fuente de legitimidad del poder. Afortunadamente, la separación que el mismo Cristo hizo entre lo temporal y lo espiritual (dad a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César) libró a Europa del totalitarismo teórico en que sí cayeron los países musulmanes.

            Después del bache siniestro que fue el siglo XIV y de la radicalización del feudalismo que fue el XV, poco a poco, el crecimiento económico permitió una nueva época de libertad; de hecho aunque quizá no de derecho. Recordemos la otra época de libertad se dio en el mundo antiguo, hasta que la concentración del poder en el entorno imperial redujo las conciencias a la obediencia total. El entusiasmo por el mundo antiguo, las nuevas apetencias de lujo de los poderosos, pero también de belleza y de saber, la afortunada división de poderes, la existencia de algún país en que la libertad era un principio (Holanda), la exigencia de libertad de conciencia por parte del protestantismo, y también la afluencia de las riquezas americanas, permitieron un desarrollo intelectual extraordinario en el que el ser humano era el centro de la vida. Mientras tanto, reyes y príncipes se enfrentaban en los campos de batalla, quemando en pólvora buena parte de lo que sus súbditos producían; pero mientras tanto la libertad



intelectual fue un hecho aunque, por supuesto, no al alcance de todos. Ese fue el camino del pensamiento europeo hasta esa época que he llamado maravillosa de la ilustración y el enciclopedismo. A partir de ese momento, Europa evolucionó, aunque fuera con obstáculos, hacia el mundo moderno. La situación pudo ser parecida a la que había en los principios del Imperio Romano, cuando quizá los intelectuales de la época pudieron pensar que sólo sería necesario remover algunos obstáculos de tipo meramente material para llegar a una amplia autonomía para el espíritu humano. Desgraciadamente, esa suposición, de haberse realmente producido, hubiera sido ilusoria. La consolidación del estado romano como estructura dictatorial y totalitaria, con la adopción del cristianismo como ideología oficial, y la inexistencia de ciertas condiciones de carácter material, frustraron esas posibilidades. Me parece posible establecer un paralelo entre esas dos épocas: una, la del helenismo, a partir del reinado de Alejandro Magno hasta el siglo III o IV. La otra, los siglos XVIII y XIX. En ambas, la gente culta pudo esperar esa total autonomía humana con respecto a la religión y a la superstición. En el momento presente, para sorpresa de mentes demasiado lineales, el integrismo religioso está en auge. Y no sólo en el mundo islámico, sino también en el cristiano.



            Ya me he referido al mundo islámico. La ideología musulmana es aún más peligrosa que la cristiana, dado que no permite esa resquicio para la libertad que representa la separación entre el poder temporal y el espiritual. En el Islam, la religión es la única fuente posible de legalidad. El poder está necesariamente ligado a la religión y justificado por ella.

            Por supuesto y como era de esperar, la teoría y la práctica no caminan de la mano. En tiempos del mismo profeta y bajo el gobierno de los llamados califas ortodoxos, los infieles no eran molestados. Simplemente, se les gravaba con un impuesto suplementario. Y cuando se produjeron conversiones masivas (obviamente, con la intención de evitar el pago de ese impuesto), el Estado, deseoso de mantener el volumen de sus ingresos, se vio obligado a buscar una alambicada explicación. Se dijo que los impuestos que pagaban los dimmíes (infieles) gravaban, en realidad, a los bienes que explotaban, generalmente tierras en los países conquistados. El descontento popular permitió a Abul Abbas derrocar a los Omeyas y alzarse con el califato, tras una matanza que fue todo un hito histórico. Sin embargo, no suprimieron aquellos impuestos, realizando una de las más conocidas traiciones que los gobernantes han realizado contra los gobernados.

            La trayectoria del islamismo es curiosamente distinta a la del cristianismo. Mientras que éste tardó largos siglos en alcanzar el poder, aquél nació prácticamente con el poder, una vez Mahoma consiguió derrotar a sus enemigos. Prácticamente desde el principio hubo conflictos y enfrentamientos por cuestiones puramente económicas, y quizá también problemas derivados de la inflación consecuente con el reparto de los metales preciosos que las clases dirigentes persa y bizantina habían acumulado. Sin embargo, esas riquezas, repartidas entre los feroces guerreros beduinos, debieron actuar eficazmente como instrumento de cambio, produciendo un crecimiento económico que retrasó la aparición nuevos problemas. Consecuentemente con ello, se tardaron varios siglos en llegar al rigorismo que hoy caracteriza a esa religión. Durante siglos, fue posible el libre desarrollo del pensamiento. De modo significativo, puede observarse en la historia que el totalitarismo, las doctrinas que intentan controlar la conciencia del individuo, que previamente deben haber sido creadas y además adoptadas por el poder, cobran fuerza cuando se dan conflictos económicos. La escasez, o las limitaciones en el crecimiento, impulsan al grupo pretendidamente dominante a despojar al dominado, justificándose en la mayoría de los casos en el mantenimiento de la ortodoxia ideológica. Así, las primeras señales importantes de integrismo religioso, después de la caída del Imperio Romano, se empiezan a observar en el siglo XI, tanto en el campo cristiano como en el islámico. No es que antes no hubiese habido algún movimiento fundamentalista, como los jarichíes, que se separaron del resto de la corriente islámica a raíz del enfrentamiento entre Alí y Muawiya. Pero la gran masa musulmana no resultó influida por ellos. En cuanto al indicado siglo XI, ya hubo una especie de antecedente de las cruzadas en el mundo musulmán, con pocos años de adelanto a esa iniciativa cristiana: el movimiento de los almorávides, que se encargó de liquidar los corruptos y ostentosos reinos de taifas en España. Sería interesante estudiar con detalle la formación y consolidación de la mentalidad integrista o totalitaria, de la cual la religiosa es sólo la más conspicua de las modalidades. Seguramente, se deben dar algunas condiciones más de las indicadas. Concretamente, parece necesario también el crecimiento del estado. De hecho, las expresiones más radicales del totalitarismo en Europa se dieron en el siglo XX. En cuanto al mundo musulmán, los individuos cultos, pertenecientes a las clases más altas, debieron verse obligados a renunciar bastante pronto a su libertad creativa. A personajes como al-Kindí o al-Maarrí, que no tuvieron ningún reparo en descalificar a las religiones, sucedieron extraños místicos, sorprendentemente muy alabados por eruditos occidentales, como Avicena o al-Farabí.



            Así pues, a partir de los siglos XI o XII, tanto en el ámbito musulmán como en el cristiano la ideología se fue tomando progresivamente más en serio por parte del poder. Esto es otra especie de constante histórica: el hombre normal tiende al disfrute, y ello se traduce en apetencias de lujo y placer, no sólo en el sentido meramente físico de estas palabras, sino también en un sentido más intelectual. La curiosidad, el deseo de saber, es natural en la especie humana, y esta es quizá la mejor explicación disponible para el hecho del mantenimiento a través de los siglos de una actividad intelectual aparentemente no fructífera, al menos en el sentido material de la palabra. En el mundo cristiano, papas, reyes, emperadores, protegieron no sólo a los artistas, que les producían directamente objetos de prestigio y lucimiento, sino también a humanistas e intelectuales, sin perjuicio de que se produjeran persecuciones puntuales contra algunos de ellos. Sería interesante un estudio para determinar el alcance y el efecto reales de las distintas inquisiciones que se dieron en Europa.

            En cualquier caso, las masas populares quedaban al margen de este proceso intelectual. En las mismas, como cualquier antropólogo nos puede confirmar, continuaron teniendo gran extensión durante mucho tiempo las prácticas de tipo mágico y animista, variadas supersticiones e incluso ritos orgiásticos primitivos. De hecho, el rigorismo moral no alcanzó a las clases populares hasta que la extensión de la enseñanza pública llevó a grandes masas humanas las consideraciones y las teorías que antes habían sido cosa sólo de minorías cultas. Mientras tanto, en grandes zonas europeas las gentes vivían la naturalidad instintiva de los tiempos primitivos, ajenos a la presión que la normalización educativa acabaría produciendo. Mencionemos, a guisa de breves pinceladas informativas, el descontento que la llamada moral victoriana produjo en tantos intelectuales, o la fascinación que la psicología popular española causó a un Próspero Merimée. Lo primero puede ser considerado como la expresión del malestar producido por la presión institucional sobre unas personalidades criadas todavía en un ambiente natural, y que no se sentían interesadas en unas restricciones morales que se les antojaban demasiado arbitrarias. En cuanto a lo segundo, fue producto del impacto que un mundo semibárbaro produjo en una mente culta de mediados del siglo XIX, descontenta quizá de las insípidas personalidades que estaban apareciendo en el nuevo mundo de la burguesía.

            Y, por último, ahora nos encontramos en un momento en que podemos hablar de una especie de esquizofrenia social. Las masas humanas parecen impermeables a las creaciones de los intelectuales. Estos últimos parecen vivir al margen, mientras que la verdadera filosofía social está formada por los mensajes de la publicidad, las canciones de moda, los seriales televisivos, las películas de acción, los deportes, las revistas de cotilleo y tantos etcéteras que podríamos añadir. En el mundo intelectual existe ciertamente una enorme libertad, pero ésta no parece estar disponible para las masas populares, que tanto cuando creen como cuando no creen (en Dios o en cualquier otra cosa), hacen gala de frivolidad y falta de fundamentación.

            Y retorno por un momento al mundo musulmán. De todos es conocido el ascenso del integrismo religioso, ascenso que en los últimos años se ha revelado menos virulento de lo que en un principio parecía. Si pudiéramos eliminar algunos problemas puntuales, como la criminal actuación del estado judío contra los palestinos o la generosa subvención de los jeques árabes para la propagación de su discutible fe, ese integrismo se suavizaría bastante. Sin duda, la principal fuente de energía del Islam está constituida por la despiadada explotación que el mundo occidental realiza, a través de sus poderosísimas empresas privadas, del tercer mundo. El integrismo siempre será un peligro, debido, entre otras cosas, a importantes mecanismos psicológicos humanos. Pero creo que debemos tener muy claro en qué consiste su fuerza, que se manifiesta sobre todo en su progresiva extensión en zonas no islamizadas o que lo están en escasa medida. Desde luego, está el grave problema del terrorismo islámico. Pero debería estar muy claro, una vez tenidos en cuenta los otros terribles problemas que sufre el mundo y a los que me he referido en este ensayo, que se trata de un problema menor, y que debe su efectividad, sobre todo, a la enorme resonancia que tiene en los medios de comunicación. El suceso más espectacular (la destrucción de las Torres Gemelas de Nueva York), más que producto de la humillación y la pobreza que sufren las masas musulmanas, ha sido la obra de un hombre extraordinariamente poderoso, que forma parte precisamente de esa oligarquía árabe que tan enormes negocios tiene en el mundo occidental y de cuyas verdaderas motivaciones nada sabemos. Nada nuevo: poder contra poder, sin necesidad de entrar en los procesos internos de una mente más o menos delirante o retorcida.

            En cuanto al mundo occidental, se producen de vez en cuando desagradables signos de integrismo, sobre todo en los Estados Unidos. Una de ellas ha consistido en que la presión de la opinión pública ha obligado a un juez (y como consecuencia a todo un tribunal) a modificar una sentencia que afirmaba el derecho de una colegiala a no entonar una canción patriótica en la que, en un momento de fanatismo, se incluyó una innecesaria referencia divina .

            Creo interesante referir este caso, ya que es una buena muestra de cómo la intolerancia religiosa sigue peligrosamente viva en nuestro riquísimo y aparentemente liberal mundo capitalista. En efecto, con fecha 28 de junio de 2002, el diario “El País” nos daba la noticia de que un ateo había conseguido una sentencia para que su hija no fuera obligada a cantar un himno (el nacional de USA) en el que se mencionaba a Dios, dado que esa mención “entraba en conflicto con la separación entre Iglesia y Estado y con su derecho a no creer en Dios. Llevó el caso a los tribunales y perdió. Pero recurrió y ganó”. Pero el revuelo consiguiente fue indescriptible. Tanto que uno de los dos jueces que habían votado en el sentido de la sentencia cambió su voto, dejando al otro en minoría. “Bush se mostró tan indignado por la sentencia como para calificarla de ‘ridícula’, un término que raramente emplea un político para definir una decisión judicial. Toda la clase política del país está con él, desde los republicanos, como el senador Charles Grassley, que definió la sentencia como ‘una tontería abrumadora’, hasta los demócratas, como Richard Gephardt, para quien los jueces tomaron una decisión ‘sin ningún sentido’. Todos han evitado el debate de fondo y aparecen heridos en su americanismo. Tanto es así, que ayer comenzaron las sesiones en el Capitolio con un recital al unísono del juramento a la bandera. Senadores y congresistas gritaron cuando llegaron a las palabras ‘ante Dios’” sin que al parecer les importara la presión que en este caso realiza el poder legislativo sobre el judicial. Con las dudas sobrevenidas a uno de los jueces, y quién puede dudar de que como consecuencia del revuelo, “comienza un laberinto legal que acabará ante el Tribunal Supremo”. El cual se comportó con una astucia admirable. Efectivamente, al cabo de un año, el 15 de junio de 2003, supimos que “Los niños seguirán jurando ‘bajo Dios’ en EE UU”. Según el mismo periódico, el Supremo norteamericano confirma la constitucionalidad del juramento a la bandera que implica a Dios, aunque en realidad, “no entró en el fondo de la cuestión –separación entre Iglesia y Estado- y consideró sin embargo, que el padre Michael Newdow, separado y que en el momento de la demanda no tenía la custodia de su hija, no tiene potestad para incoar procesos judiciales relativos a los principios religiosos y educativos de su hija”. Es decir, el asunto sigue pendiente. Y lo mejor es que no se someta a votación popular, ya que el resultado podría ser un disparate.



            Conocimos otra interesante anécdota el 23 de agosto de 2003, en que el mismo periódico publicaba un artículo bajo el título “El juez de las tablas de la ley”. En el mismo se nos relataba que “Roy Moore, presidente del Tribunal Supremo de Alabama, se ha convertido en un ídolo para los fundamentalistas cristianos estadounidenses. Moore se opone a retirar un monumento a los Diez Mandamientos de Moisés que él mismo hizo instalar en agosto de 2001 frente a la sede del poder judicial en Montgomery, la capital del Estado”. Un juez federal, en una humillante transacción, ordenó que el monumento fuera colocado en un lugar menos público, y los otros ocho jueces del Supremo de Alabama estaban de acuerdo con ello. Pero Ray Moore, que en la campaña electoral en que fue elegido se definió a sí mismo como “el juez de los Diez Mandamientos”, no cedió, aunque fue condenado a una multa de 5.000 dólares diarios por desacato. “Moore, rodeado por cientos de fundamentalistas cristianos que le vitoreaban y que organizaban vigilias junto a las tablas de la ley, prometió mantener en su lugar el bloque de granito. ‘Nunca negaré el Dios de quien dependen nuestras leyes... No puedo pasar por encima de mi conciencia’”. Según él, “la orden del juez Thompson (el juez federal que ordenó trasladar el monumento) no era legítima: ‘El juez Thompson se ha situado por encima de la ley y por encima del propio Dios’”. Innecesario mencionar las protestas de numerosas asociaciones religiosas y de derechos civiles, dado que el monumento “vinculaba la Administración de Justicia a un Dios concreto, el judeocristiano”. En este caso, no sé como terminó el asunto.

            Pero quizá la mas grave manifestación del fanatismo religioso se ha dado con la reelección de George Bush para la presidencia del país en noviembre de 2004. Al parecer, han sido las confesiones religiosas, en especial los llamados “evangélicos”, los que le han dado los millones de votos que le convierten en el presidente más votado de la historia de los Estados Unidos. No parece importar a estas gentes la calaña moral de semejante individuo, responsable formalmente (ya sabemos que hay fuertes intereses detrás de él) de hazañas como la anulación del tratado de no proliferación nuclear, de la de los protocolos de Kioto, de dejar sin protección los bosques del país, de reducir al mínimo las ayudas al tercer mundo etcétera, aparte de que su verdadera misión parece ser la de embarcar al estado norteamericano en inmensos gastos, para defenderse contra nadie, que dejarán probablemente como herencia al siguiente presidente. Pero el objetivo habrá sido logrado, y lo que venga después no importa.

            En la actualidad, Estados Unidos es el país emblemático de lo que yo llamo “progresos hacia atrás”. De ellos, seguramente el peor consiste en el avance del fanatismo religioso, que confiere al individuo una ilusoria seguridad afectiva, pero que cierra a la conciencia humana el camino hacia una visión equilibrada y realista de las cosas (casi podríamos decir “científica”), condición necesaria para, al menos, evitar el empeoramiento de las condiciones de la vida humana. Como ya he mostrado en este ensayo, el poder recurre al fanatismo para imponerse, y se refuerza con más dosis de fanatismo, como un monstruo que se alimentara del horror que él mismo produce. Ya he indicado como, al menos una vez, en los tiempos finales del Imperio Romano, la Historia pareció haber llegado a su final, con la construcción de un estado feudal y absoluto que, en realidad, era un infierno para casi todos sus habitantes. Si esa situación se reprodujera, no quedan ya unos bárbaros que pudieran provocar un reinicio en la vida de la humanidad.