domingo, 18 de agosto de 2019


            La libertad, ¿para qué? Supongo que para algo. Pero sobre ese algo podemos hacernos la misma pregunta: ¿Para qué? Esperamos que se nos diga para otro algo. Y este nuevo algo, ¿para qué? Y así sucesivamente. Pero habrá que pararse en alguna cosa. Yo prefiero quedarme con la libertad, sin tratar de justificarla. Prefiero evitarme todo el esfuerzo subsiguiente.
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            Pero eso significa que la libertad no tiene sentido. Y si pretendemos convertir nuestras justificaciones en una cadena infinita, eso significa también que nada tiene sentido.
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            Libertad, ¿para qué? La característica principal de la libertad consiste en la capacidad de determinar ese para qué en cada momento. Lo cual demuestra, por otro camino, la carencia de sentido de la libertad.
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            El sentido es la negación más completa posible de la libertad.
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            A lo largo de toda la historia, los hombres han buscado un sentido para su actividad y para sus vidas. Esa búsqueda es la manifestación más palpable y llamativa del miedo a la libertad.
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            Pero la realidad, la vida, es la indeterminación, es decir, la libertad. Podemos concluir que esa búsqueda de sentido expresa también miedo a la vida.
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            El miedo a la libertad, es decir, a la vida, lleva a los hombres a construir sistemas completos en sí mismos, basados en una razón autojustificativa -sistemas totalitarios. Dentro de ellos, la vida se siente determinada, constreñida. Y como la vida es indeterminación autoexpansiva, esos sistemas acaban necesariamente convirtiéndose en productores de opresión, de horror. La mente humana, huyendo de un horror - lo desconocido e imprevisible- cae en otro horror -lo excesivamente conocido, igualmente incomprensible.
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            Para que un sistema pueda ser accesible a la razón, debe basarse en un número finito de principios. Pero la vida, y el deseo, que es su más acabada expresión, se caracteriza precisamente porque busca y encuentra la posibilidad no prevista. Ello significa que razón y vida son heterogéneos e incompatibles. Y el hombre, puesto que participa de ambas, víctima de una contradicción irresoluble.


miércoles, 14 de agosto de 2019


            Hace tiempo me llamó la atención un mísero perrillo faldero al que un señor, acompañado por una señora, llevaba sujeto por una larga cadena. El perrillo, al extremo de la cadena, tiraba y resollaba con la lengua fuera. ¿Para qué esa cadena tan larga, cuatro o cinco veces la longitud normal? ¿Quizá su dueño intentaba darle al perro un mayor margen de libertad? ¿Es que no se daba cuenta el buen señor de la inutilidad de su buena intención? Por muy larga que sea la cadena, siempre será demasiado corta para el deseo del animal.
            Y el caso es que aquel hombre, probablemente, quería a su perro. No podía dejarlo totalmente suelto, ya que eso hubiera sido fatal para el pobre animal, en una zona de intenso tráfico rodado. Tampoco era capaz de renunciar a él. Y, por lo tanto, lo obligaba a llevar una vida miserable. El amor ata, esclaviza. Sólo la indiferencia da la libertad. Libertad para enfrentarse al caos o a la nada. Libertad para correr hacia la propia destrucción o, lo que es lo mismo, para realizarse.