miércoles, 14 de agosto de 2019


            Hace tiempo me llamó la atención un mísero perrillo faldero al que un señor, acompañado por una señora, llevaba sujeto por una larga cadena. El perrillo, al extremo de la cadena, tiraba y resollaba con la lengua fuera. ¿Para qué esa cadena tan larga, cuatro o cinco veces la longitud normal? ¿Quizá su dueño intentaba darle al perro un mayor margen de libertad? ¿Es que no se daba cuenta el buen señor de la inutilidad de su buena intención? Por muy larga que sea la cadena, siempre será demasiado corta para el deseo del animal.
            Y el caso es que aquel hombre, probablemente, quería a su perro. No podía dejarlo totalmente suelto, ya que eso hubiera sido fatal para el pobre animal, en una zona de intenso tráfico rodado. Tampoco era capaz de renunciar a él. Y, por lo tanto, lo obligaba a llevar una vida miserable. El amor ata, esclaviza. Sólo la indiferencia da la libertad. Libertad para enfrentarse al caos o a la nada. Libertad para correr hacia la propia destrucción o, lo que es lo mismo, para realizarse.


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