Hace tiempo me llamó la atención un
mísero perrillo faldero al que un señor, acompañado por una señora, llevaba
sujeto por una larga cadena. El perrillo, al extremo de la cadena, tiraba y
resollaba con la lengua fuera. ¿Para qué esa cadena tan larga, cuatro o cinco
veces la longitud normal? ¿Quizá su dueño intentaba darle al perro un mayor
margen de libertad? ¿Es que no se daba cuenta el buen señor de la inutilidad de
su buena intención? Por muy larga que sea la cadena, siempre será demasiado
corta para el deseo del animal.
Y el caso es que aquel hombre,
probablemente, quería a su perro. No podía dejarlo totalmente suelto, ya que
eso hubiera sido fatal para el pobre animal, en una zona de intenso tráfico
rodado. Tampoco era capaz de renunciar a él. Y, por lo tanto, lo obligaba a
llevar una vida miserable. El amor ata, esclaviza. Sólo la indiferencia da la
libertad. Libertad para enfrentarse al caos o a la nada. Libertad para correr
hacia la propia destrucción o, lo que es lo mismo, para realizarse.
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